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La justicia es eterna para Víctor Jara: la Corte Suprema de Chile condena a siete exmilitares por el secuestro y homicidio del cantautor
A dos semanas de que se vaya a cumplir el 50 aniversario del asesinato del cantautor Víctor Jara, la Corte Suprema chilena ha dictado una sentencia definitiva contra siete exmilitares, a los que ha condenado a 15 años de prisión por el secuestro y asesinato del compositor. El tribunal también impone una pena de 10 años por el secuestro del entonces director de Prisiones, Littré Quiroga. Ambos fueron torturados y ultimados a balazos. Los condenados, de entre 73 y 85 años, son Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Haase Mazzei, Ernesto Bethke Wulf, Juan Jara Quintana y Hernán Chacón Soto, responsables de dos muertes ominosas. Los cadáveres fueron arrojados en un terreno baldío cerca de las vías del tren, en las inmediaciones del Cementerio Metropolitano de Santiago de Chile, el 16 de septiembre de 1973.
El autor de canciones míticas como Te recuerdo, Amanda o A desalambrar tenía 40 años cuando fue víctima de una muerte horrible. Fue salvajemente torturado, recibió puñetazos, golpes de culata y patadas en la cara y en las manos y terminó acribillado a balazos. Le destrozaron la cabeza, pero mientras aguantaba la paliza Víctor Jara reía, quizá fuera una mueca de terror, pero Víctor siempre llevaba la sonrisa puesta. Antes de que morir pudo escribir un poema, Somos cinco mil, que fue sacado clandestinamente del centro de torturas.
Nacido en Santiago de Chile el 28 de septiembre de 1932, era el cuarto de los seis hijos de un matrimonio campesino que vivió en condiciones de servidumbre feudal. Su padre era analfabeto y alcohólico; su madre, cantora, animaba las fiestas y los velatorios. La pareja y su progenie vivían en la miseria. En 1943, la familia se afincó en los arrabales de Santiago de Chile, lo que dejó honda huella en su memoria y despertó su conciencia política. En las raras ocasiones en que probaban la carne, los Jara creían que era día festivo. Antes de abrazar la fe comunista, Víctor Jara había dado muchos tumbos en su vocación y convicciones. Había querido ser sacerdote e hizo algunas incursiones como actor, al tiempo que ejerció de escenógrafo y gestor cultural. Con esas inquietudes pidió el ingreso en el Partido Comunista, en el que empezó a militar en los años cincuenta, como hicieron otras muchas personalidades de Chile, entre ellas el poeta Pablo Neruda, quien murió probablemente envenenado, pocos días después del golpe de Estado de Pinochet, el general que derrocó al socialista Salvador Allende.
VOCACIÓN TEATRAL
A comienzos de 1970, el compromiso político empujó Víctor Jara a abandonar su cargo como director teatral de la Universidad de Chile, faceta en la se labró un prestigio con montajes como Ánimas de día claro, La remolienda, escrita a cuatro manos con su amigo Alejandro Sieveking; Los invasores, de Egon Wolff, o El círculo de tiza caucasiano, de Bertolt Brecht. La pertenencia al grupo teatral le permitió visitar Chile, Argentina, México, Colombia y otros países. En julio de 1960 a Cuba recaló en Cuba, apenas un año y medio del triunfo de los barbudos, y así conoció sí al Che después de que Fidel Castro diera plantón a la compañía.
El teatro perdió a un actor, dramaturgo y director, pero la música ganó a un cantante que descolló por su ternura y sensibilidad. Ya apuntó maneras con el conjunto folklórico Cuncumén. Venía con la lección medio aprendida, con algunas dotes adquiridas en el Seminario Redentorista de San Bernardo, donde aprendió a cantar gregoriano. Después, tras la desolación que la causó la muerte de su madre. A partir de 1965, cantó como solista en la legendaria peña de los Parra y grabó sus primeros discos, que fueron coronados por el éxito. Junto con Patricio Manns, Isabel y Ángel Parra y Rolando Alarcón, se convirtió en exponente de la Nueva Canción Chilena y, entre 1966 y 1969, dirigió el conjunto Quilapayún. Sin saber lo que era un pentagrama, alumbró canciones imborrables con el sobrio acompañamiento de su guitarra. Cantaba en un tono susurrante que «la vida es eterna en cinco minutos» y recordaba a Amanda, « la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo…».
El 11 de septiembre, el día del golpe de Estado, en coherencia con la petición del presidente Allende para que los ciudadanos se concentraran en sus lugares de trabajo, se encaminó a la Universidad Técnica del Estado, donde trabajaba. Allí protestó junto con un millar de personas, hasta que al alba del día siguiente el Ejército tomó el campus y envió a los «prisioneros de guerra» al Estadio Chile, un siniestro escenario de la muerte que hoy lleva el nombre del cantautor. Extenuado por el hambre, la sed y el dolor, aún tuvo fuerzas para escribir un escalofriante poema que entregó, inconcluso, a sus compañeros antes de que los militares se lo llevaran.