Morón
La Feria de Morón
Fiel reflejo de una sociedad determinada y de los más mínimos cambios que en ella…
Fiel reflejo de una sociedad determinada y de los más mínimos cambios que en ella se experimentan, nuestra feria iría transformándose con el transcurrir del tiempo, al mismo ritmo que marcara el pulso de la época.
Si nos remontamos a averiguar el origen y fecha de la primera feria que aconteció en nuestra localidad, habría que buscar e investigar en antiquísimos documentos que gracias a la labor de investigación de nuestros paisanos amantes y estudiosos de estos quehaceres, nos facilitan y aportan fechas exactas y otros tantos datos de relevante interés.
El documento de que más tiempo hallamos data del año 1584, en el cual se nos informa de que es en ese mismo año cuando se puede hablar de la inauguración de la fiesta en nuestro municipio.
Pero no tendría tanta fuerza y constancia en sus inicios y la feria pasa como un evento efímero e inconsistente, que sucede de manera discontinua y que ni siquiera se recoge en un registro de actividades las veces que acontece.
No es hasta el año 1861, que la feria es considerada festejo local de gran interés, quedando recogido en el archivo consistorial con un decreto por el cual se hace oficial y público:
“Siendo alcalde del Ilustre Ayuntamiento de Morón de la Frontera, don José Mª González y Fierro, acordóse en Cabildo extraordinario, celebrado el lunes 10 de junio de 1861, celebrar una feria de ganados en los días 15,16 y 17 de Septiembre de cada año en los terrenos colindantes con la Puerta de Utrera.”
Desde entonces y establecida una fecha fija, la feria de Morón se celebraría anualmente para regocijo y alegría de sus ciudadanos que la recibirían con gran exaltación y júbilo, colaborando voluntariamente en su limpieza y embellecimiento de calles y plazas.
Nacida nuestra fiesta grande sobre unos orígenes mercaderes donde el ganado bovino, caprino o equino, era el eje o motivo fundamental por el que la feria se celebraba, llegó a convertirse en no solo lugar de compra o venta de reses, sino en un importante reclamo para visitantes y curiosos que ni compraban ni vendían nada pero pasaban a echar un vistazo, dando el paseo y rompiendo así la cansina rutina del somnoliento pueblo.
De tener que pedir prestado a Sevilla estandartes, casetas, carros para riego y algunos básicos más en ese año de 1861 y con una escasa publicidad del evento y una apurada infraestructura, la feria se consolida sin embargo, como un acto arraigado y exitoso que iría en auge conforme el tiempo fue pasando.
En 1894 el Estado otorga el título de Ciudad a Morón, villa que por su visible progreso y por los cambios que en ella se desarrollan, saltando del mundo agrícola al industrial y produciéndose una profunda restauración urbana y sociológica, aumenta su población en tres décadas en unos cuatro mil habitantes más, pasando así de diez mil a catorce mil el número de ciudadanos y ciudadanas de Morón.
El lugar donde se desarrolla la feria va rotando de un barrio a otro, pasando por el Pantano, el LLanete, Los Remedios, los Caños, la Plata…hasta finalmente establecerse de manera perpetua en el paseo de la Alameda.
El recinto ferial con los años pasaría de ser un campo abierto de siembra, de matorral y barbecho donde la polvareda provocada por miles de pezuñas y pies de transeúntes que deambulaban de un lado a otro intentando encontrar el mejor trato, disminuyó en cuanto se realizó un asfaltado camino que uniría Morón con Utrera y que se delimitaría con decenas de eucaliptos, dando una imagen incomparable y a todas luces mejorada, desde el año 1870.
La feria es considerada ya por esos años como “el más soberbio mercado de ganado en cien leguas a la redonda”.
Muestra de la unidad de todo un pueblo con su fiesta grande, el Ayuntamiento se compromete y cumple cada año allanar las veredas reales para el ganado o “arenar la feria”, si usamos la expresión propia de la época, y empedrar las principales calles teniendo siempre como arreglo primordial y prioritario, el empedrado a base de guijarros y arena de la calle Utrera.
La labor de los vecinos de esta calle no era menos encomiable, pues el embellecimiento de toda ella corría a su cargo, quienes transportaban carretas cargadas de fresco follaje creando un tapizado que cubría todas las blancas y aseadas fachadas de las casas,de variadas plantas como jara, arrayán, enredadera, álamo, u olorosas ramas de eucalipto y romero y hasta los mástiles, de donde colgaban banderolas y estandartes, así como de las candilejas que iluminaban el recinto, se revestirían de abundantes ramas frescas.
Eran años de paseos repletos de muchachas recatadamente vestidas, caminando enlazadas la una al brazo de la otra, dispersando el olor del ramillete de jazmines que adornaba sus cabellos perfectamente peinados.
Años de luces venecianas ajenas y antecesoras a la luz eléctrica, de cucañas, fuegos de artificios y música de diana, de buñolerías, turrones, caballitos y polichinelas, de circo y de tabernas, de puestecillos humildes y llenos de color que ofrecían deliciosos dulces de arrope, bartolitos de caña, reolinas, arropías, altramuces, nicanores…o los imprescindibles bastones pintados de añil o el sombrero de cartón…complementos imprescindibles para asistir a la feria.
En el primer cuarto del siglo XX, la feria de Morón es considerada gracias a su imparable ascensión, una de las de más categoría de las que se celebraban en Andalucía.
La feria creció y constante en un casi imperceptible cambio sutil pero inclemente, elementos antes primordiales y básicos fueron quedando atrás, atrapados por la rueda implacable del tiempo y sustituidos por nuevas tendencias nacidas de la evolución de la sociedad.
Ya no recorren nuestras veredas el ganado buscando abrevaderos para satisfacer sus necesidades, sino que se les destina un lugar abrupto y apartado donde se acerca algún que otro visitante para contemplar al ganado equino, que es el que en los últimos años volvió a aparecer en nuestra feria que ya perdió todo su estigma mercantil y ganadero.
Las calles se adornan de miles de bombillas y farolillos de colores, los “cacharritos” actuales hacen la delicia de los más peques, mientras que los padres se tienen que rascar el bolsillo para afrontar el antojo de unos viajes tan rápidos y costosos, mientras los seductores olores a buñuelos, hamburguesas y sardinitas se mezclan con los aromas y el dulzor de pegajosos algodones de azúcar, manzanas caramelizadas y riquísimas garrapiñadas.
Se establecen comidas para grupos definidos de la población y la feria queda establecida en un plan con día concreto y hora, determinada por unas tendencias caprichosas y vulnerables que nadie sabe quién las propuso ni divago pero que quedan fijas y se cumplen rigurosamente.
La feria de día casi ya no existe, cambiando el día por la noche, una noche interminable que se prolonga hasta bien entrada la mañana siguiente… feria donde la música con acordes flamencos fueron sustituidos por chirriantes notas disonantes del gusto de los más jóvenes o pegadizas melodías foráneas, que no identifican para nada nuestra cultura e idiosincrasia andaluza.
La finalidad de la fiesta pasó de ser una necesidad meramente comercial, a ser un punto de encuentro donde pasar un buen rato con los amigos o la familia y divertirse cada cual a su manera.
Atrás quedó el deseo y las ganas en que antaño se vivía y se esperaba nuestra feria, ese nerviosismo esperando el mes de septiembre, los meses de antelación preparando elvestido de faralaes, esa emoción y avidez por aprovechar al máximo esos días estrictamente establecidos, desde hace tanto tiempo ya.
Inseparable al sentir del pueblo o a las modas que a veces hasta la conducta o hábitos se contagian y se imponen entre la multitud, la feria, desde hace ya varios años, fue sustituida por la escapada ideal que las agencias de viaje oportunamente ofertan como ocasiones únicas en todo el año, para irse unos días a un hotel con todos los gastos pagados.
Como quiera que sea, la feria seguirá siendo lo que nosotros hagamos de ella.
Ella desvelará nuestro sentir y nuestras preferencias, nuestra evolución o involución según los tiempos que corran, haciendo que florezca o se extinga como débil luz de vela casi consumida.