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Opinión

Todo para el pueblo, pero con el pueblo

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Desde los medios de comunicación se suele alentar una imagen de los cuerpos policiales poco o nada comprometida…

Desde los medios de comunicación se suele alentar una imagen de los cuerpos policiales poco o nada comprometida socialmente. Cierto es que toda actuación policial tiene una vertiente asistencial y otra represiva o coercitiva, y que suele ser esta última la que mejor se vende a través de un medio de comunicación habida cuenta de la sociedad del espectáculo de la que todos participamos. Sin ánimo de justificar lo evidente hay que decir que se suele recurrir a escenas muchas veces descontextualizadas donde se explicita una violencia, agresividad o falta de empatía social que alejan a la institución policial lejos de cualquier legitimación ética en orden a imponer la autoridad que le es inherente a la institución policial como tal, autoridad que debe emanar de la ley, por emanar ésta, a su vez, de la voluntad de nuestros órganos legislativos.

A mi juicio uno de los mayores problemas con los que se enfrenta el descrédito de la institución policial es que hablamos desde una perspectiva individual a la que estamos irremediablemente abocados, por lo que siempre pensamos desde el “yo” antes que desde el “nosotros”. De igual modo, también este pensar desde sí mismo antes que pensar desde la colectividad para la que trabaja y a la que se debe es uno de los mayores vicios de los muchos en los que un policía puede caer, lo que conllevaría la mengua de la legitimación ética, que no necesariamente legal, de sus actuaciones. En todo caso, tales actitudes ponen de manifiesto una carencia manifiesta del concepto de ciudadanía en favor de una enfatización del individuo, del “yo” frente al “nosotros”, de mi necesidad frente a la necesidad de todos en el espacio compartido, sin caer en la cuenta de que en lo público debemos (éticamente) y tenemos (legalmente) que vivir desde el “nosotros”. Y si no es por propia concienciación personal lo será por la coerción estatal a través de sus leyes y veladores como límite a imponer a una virtud cívica fracasada. El problema que se sigue de elegir ser individuo antes que ciudadano es un problema acuciante y de hondo calado en las sociedades occidentales contemporáneas.

Porque la policía, no lo olvidemos, es necesaria. Como recuerdo que un día dijo un profesor en la Escuela de Seguridad Pública de Andalucía, la policía es como la hoja de laurel en un guiso: todos sabemos que es necesaria pero nadie la quiere en su plato. Quien así no piense será sospechoso de moverse en ideologías políticas abstractas y utópicas que nunca existieron en la vida real en la que discurre todo nuestro campo cotidiano de actuación, un campo de actuación que está constantemente atravesado por acciones y deseos divergentes y que a veces tienen que ser traumáticamente reconducidos al espacio comunitario donde sólo es posible la vida social y compartida. La deducción de tal necesidad es fácil: hay policías porque hay ley, hay ley porque hay un orden constitucional, y existe este orden social porque sin éste no cabría la libertad. Quizás alguien piense que es libre, en tanto que individuo, de ir ya no más allá de las costumbres sociales sino más allá de la ley, de transgredir los límites que la sociedad se impone a sí misma de modo formal y escrito a través de sus órganos legislativos, como cuando se hace por ejemplo al conducir ebrio, subirse a un autobús público sin pagar el billete o estacionar en un paso para minusválidos porque creemos que nuestras tareas diarias son perentorias respecto de las del resto de ciudadanos. En cuyo caso habría que aceptar tal libertad individual como la puesta en práctica de la real gana de cada uno, pero no sin recordarle al supuesto individuo que en el escenario público no hay libertad de todos si no hay ley, pues lo que habría sería una “guerra de todos contra todos”, que diría Thomas Hobbes.

A partir de este razonamiento se puede colegir la existencia de tres argumentos acríticos por los que esgrimir una actitud de aversión sobre los cuerpos policiales. En primer lugar por creer que una ley o reglamento que aplica un policía en un momento determinado no es justa; que, por ejemplo, no es justo que se denuncie a un conductor con un importe de doscientos euros por estacionar sobre un acerado peatonal dificultando el paso de los viandantes. Sin entrar a valorar el hecho cívico de la infracción, en este caso es obvio que el policía es un mejor ejecutor de la ley y, por lo tanto, la adecuación de la infracción con la sanción se escapa a su decisión y a su responsabilidad, por pertenecer esta competencia a esos órganos legislativos que antes aludíamos. En segundo lugar un individuo puede tener aversión hacia lo policial cuando observa un abuso o extralimitación por parte de un policía individual o un grupo reducido de ellos en una actuación determinada. En tal caso habría que decir que la policía no es un ente unitario y compacto que se mueve de aquí para allá, sino que es una institución corporativa conformada por individuos que han de regirse por unas conductas pautadas y por ello mismo será cada uno de ellos responsables de sus actuaciones, bien ante su superior jerárquico a o bien ante los tribunales de justicia. Lo que no parece lícito es arrojar un juicio generalizado como cuando se hace tomando la parte por el todo, tratando de creer y hacer creer injustamente que, dado que hay una actuación injusta y desproporcionada, pensar entonces que ya toda actuación policial represiva sea injusta y desproporcionada. Tal actitud parecer dejar entrever un tercer elemento de hostilidad desde donde se critica sin motivos explícitos o con un “porque sí” a las fuerzas del orden. Quizás esta última actitud, muy extendida a mi juicio, emane de un deseo inconfesable del propio individuo de anteponer su propia voluntad a la voluntad común, como la de haber bebido y subirse al coche sin pensar en la seguridad de los demás, la de estacionar en el lugar para operaciones de carga y descarga de los negocios porque es más cómodo para mí sin pensar que a ellos se les dificulta su labor, la de tirar el aceite recién cambiado al vehículo a la alcantarilla más cercana porque así me quito de encima el problema inmediato, la de patear una papelera pública porque hoy doy rienda suelta a “mi derecho” a desahogarme con lo que es de todos, etcétera. Todos estos comportamientos individuales tienen un denominador común de fondo: la aversión a lo policial por saber que quizás encuentren lo incorrecto de mi actuación y me reconduzcan coercitivamente en forma de sanción a la obligación de comportarme de un modo cívico y teniendo en cuenta las necesidades de los demás.

En el primer caso se puede entender que haya leyes que no son justas y que no por el mero hecho burocrático de haber sido una norma aprobada en un órgano legislativo tiene necesariamente legitimidad social (véase, por ejemplo, las leyes del Parlamento alemán de 1933). No obstante aquí la crítica no debería ser dirigida hacia los ejecutores sino hacia los legisladores a través de los trámites legales o las acciones reivindicativas oportunas. En el caso del abuso o extralimitación policial, y siendo autocrítico, es cierto que desde dentro del colectivo hay que pedir esmero, corrección y adecuación legal en cada actuación. Pocas cosas pueden hacer más daño a la imagen de cualquier colectivo de trabajadores que una rancia defensa corporativista antes actuaciones notoriamente injustificables. Si un colectivo quiere ser digno y valorado debe ser escrupulosamente correcto en el trato con sus servidores, máxime hablando de la institución policial que trata con derechos fundamentales inherentes a las personas. Pero una vez más, para hablar justamente, habría que hablar de “un” policía en “una” actuación determinada separando así la parte del todo. Tan solo así se podrán depurar las responsabilidades legales a que hubiera lugar para seguir pidiendo la excelencia, la preparación y el reforzamiento de una institución tan necesaria como esencial para la práctica cotidiana de nuestras libertades inmediatas. Por último en lo que concierne al hecho de anteponer mi voluntad a la consideración de lo público cabría pedir a todos, ciudadanas y ciudadanos, el proyecto de desear una sociedad, un pueblo o un vecindario mejor de lo que es, un vecindario, un pueblo o una sociedad donde si alguna vez es necesaria la policía lo sea únicamente de modo asistencial. Para llegar a esto no deberíamos de confiarlo todo a la ley, ni al Estado, ni a la institución policial o a los juzgados sino apelar en primer lugar a nosotros mismos, a nuestra conciencia cívica, a tener siempre presente que desde el mismo momento en que ponemos un pie en la calle tenemos obligaciones para con los demás que requieren de cierta moderación de nuestro más voraz individualismo a fin de hacer posible un espacio en común donde todos quepamos sin tener que renunciar por ello a nuestra originalidad de ser diferentes. No obstante siempre habrá quienes desoigan las normas de convivencias más elementales y entonces, antes de hacerse justicia en virtud de toda la fuerza de que ley humana es capaz, siempre habrá un policía dispuesto a actuar en la inmediatez del hecho perturbador que acaezca en cualquier momento de nuestras vidas.

Alejandro García Morato

Policía Local de Morón de la Frontera

Estudiante del Grado de Filosofía en UNED

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