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Opinión

Toque de queda. Por Javier Aroca

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Lo cierto es que el PSOE nuevo de los muchachos de Suresnes acabó triunfando -celebrado espirituosamente en Langley-, gobernando, predilectos, giróvagos y, hoy, aún, arrinconada la pana…

_Lo cierto es que el PSOE nuevo de los muchachos de Suresnes acabó triunfando -celebrado espirituosamente en Langley-, gobernando, predilectos, giróvagos y, hoy, aún, arrinconada la pana, los pantalones de campana y las patillas de moda, pretenden seguir dando lecciones de democracia y lucha.

 

 

Titular es uno de los privilegios de los columneros, por eso, hoy, he titulado con el nombre de una novela de Alfonso Grosso. Luego me entenderéis.

 

Apenas un mes después de la muerte en la cama de Franco, me fui a Estados Unidos. Allí frecuentaba ambientes de izquierda, de la parecida a la europea y de la propia del país. En la casa de un amiga, Barbara, demócrata pudiente, sita ni más ni menos que en Chevy Chase, el barrio, es un decir lo de barrio, más rico de Washington D.C, solía congregarse un grupo de demócratas y yo me consideraba un privilegiado de poder estar allí.

 

 

En 1975 y el bicentenario, un muchacho de Sevilla, Spain, era un bocado exótico. Me interpelaban constantemente por la situación de España. En EEUU había un auténtico pavor a que los comunistas se hicieran con el poder, incluidos los demócratas. Era siempre la misma pregunta: ¿qué iba a pasar? Si lo hubiera sabido, quizá no me hubiera ido a aquel país, bueno, pero tan distinto al mío, Andalucía. Debo aclarar que no hay acento andaluz en inglés, por si acaso.

 

Ellos tenían su propia receta y tenían claro que de comunismo, nada. Los dos nombres que siempre sonaban en todas las tertulias a las que asistí -convertido en joven protagonista-, eran Juan Carlos y Felipe González.

 

Un día pregunté por Felipe González, al que no conocía mucho siendo sevillano. Para ellos, era el joven nacionalista español, al que llamaban Isidoro. A aquella reunión de “izquierdistas” americanos solían venir dos oficiales demócratas del ejército que un día me contaron, no sé si en broma, que Isidoro se lo habían puesto ellos. Habían servido en Morón y Rota y conocían Sevilla -soñaban con ella, y con la Discoteca Turín-, todos hacían trabajitos para la CIA. Me dijeron: mira, de Sevilla conocíamos a Isidoro de Sevilla y cuajó, qué alias mejor. Su conmiliton me dijo: Xavier, llamarlo Fígaro “it would be not appropriate”.

 

Debo decir que Chevy Chase no está muy lejos del Langley, en el condado de Fairfax -donde conocí a un niño Gore-; allí está la sede central de la CIA.

 

Toda está introducción biográfica porque el Diario-16 ha publicado esto: “La CIA captó como activos a importantes líderes políticos para controlar la Transición”. Entre otras cosas y otros nombres sale Felipe González; se habla, como estrategia, que había que parar cualquier posibilidad de protagonismo del PCE y potenciar al PSOE. ¿A cuál?

 

En Sevilla, en aquellos años apenas los conocíamos. Si alguien se batía el cobre, eran los comunistas. Del PSOE, entonces histórico, si acaso, sabíamos de Dulce del Moral y de su compañero, el insigne bético, Ventura Castelló. Cuando muchos peleábamos contra la dictadura.

 

En una ocasión, Alejandro Rojas Marcos y Manuel Benítez Rufo, comunista, que habían compartido cárcel por decisión del TOP, antecedente de la Audiencia Nacional, mientras otros, hoy presumidos, aún estaban de vacaciones, tuvieron una reunión con Alfonso Guerra. Ambos, los primeros, insistieron en que era necesario pasar a la acción, que había que cambiar el régimen, que la gente sufría torturas. Aquellos años setenta no eran un espacio de libertad como describe un académico de la lengua, bífida, eran un infierno de represión.

 

 

La respuesta de un, entonces, desconocido Guerra, salvo en la Escuela de Peritos, fue: de qué vais, no hay que empujar al régimen, caerá solo. Benítez Rufo no salía de su asombro; Rojas Marcos , luego concedía que “alguien debió asegurar a Guerra que no hacía falta empujar”. Y sigue: “no cayó solo , cayó con una negociación en la que se quedaron muchas plumas que ahora estamos pagando”. Mis amigos americanos de entonces, y hoy, Rojas Marcos, tenían razón. Es una pena que un luchador comunista por la democracia como Manuel Benítez hoy no nos pueda dar más detalles. Pero, en definitiva, todo empieza a cuadrar.

 

En aquellos tiempos, todos íbamos a todo. Por eso, nos encontramos en un mentidero sindical para escuchar una charla de Alfonso Guerra. Después de la intervención del luego importante dirigente del PSOE, un asistente preguntó y, equivocándose, llamó a Alfonso, Alfonso Grosso. Este Alfonso es un hijo díscolo de Sevilla, genio de la literatura, heterodoxo protagonista indiscutible de la Nueva Narrativa Andaluza. El cabreo del charlador fue imponente. Da igual, yo le rindo homenaje a Grosso, le doy las gracias y lo nombro vecino predilecto. Y titulo esta columna como me da la gana.

 

En otros papeles, sin embargo, los socialistas de Suresnes llamaban a las masas, pero era con otra boca, con la de verdad hablaba Guerra. Sabían, como la CIA, que las masas, si alguien las convocaban serían los comunistas. Había que ganar tiempo, por eso, el objetivo era potenciar a los socialistas, más dóciles con el Pentágono y con Langley, y fieras con sus competidores.

 

 

En un piso que hoy llamarían franco, convivía al amparo de José Luis Ortiz Nuevo. Estaba en la Avenida de Miraflores de Sevilla. Los militantes del PSA estábamos en todas, juntos con comunistas y cristianos y bien que costaba encontrar un socialista en acción; quizá, unos, porque estaban de oposiciones; otros, porque esperaban otras órdenes; otros, porque esperaban de qué lado caería la bolita. Cayó del lado de Isidoro de Sevilla y, entonces, corrieron a apuntarse.

 

 

Lo cierto es que el PSOE nuevo de los muchachos de Suresnes acabó triunfando -celebrado espirituosamente en Langley-, gobernando, predilectos, giróvagos y, hoy, aún, arrinconada la pana, los pantalones de campana y las patillas de moda, pretenden seguir dando lecciones de democracia y lucha.

 

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