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Opinión

«Soledad y vejez». Por J.R.H.

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"Demos a los mayores de hoy el mismo trato de respeto  y dignidad que deseáramos recibir como mayores del mañana. Y cada día falta menos".

Sociólogos y psicólogos llevan tiempo advirtiendo que  la soledad es un problema social que debe ser considerado como una epidemia de nuestro tiempo. Paradójicamente en la era de la comunicación. Se presenta en todas las edades y en todas las clases sociales. Infantes, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos. Obreros, parados, funcionarios, empresarios. Ricos, clase media y pobres. A todos afecta en mayor o menor medida, en tiempo y espacio. Pero esta reflexión se centra en la soledad de nuestros mayores. Con motivo de la epidemia del  Covid 19 se ha hablado de la situación y estado de las residencias de ancianos; de su privatización y la pérdida de su función  social por una visión  mercantilista de la guarda y cuidado de los mayores; de la precariedad asociada de sus  empleados y  empleadas; de cómo la enfermedad se ha ensañado con sus residentes de forma tan cruel y despersonalizada. Se ha judicializado y desgraciadamente se perderá y olvidará en los recovecos de la justicia (sí con minúscula).  Pero este artículo no trata sobre esto.

 

Según al Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua en su acepción primera “la soledad es la carencia voluntaria o involuntaria de compañía”. La soledad buscada temporalmente  es un privilegio, la buscada indefinidamente y la no optada es una desgracia. Más aún cuando la edad avanzada te limita o impide  las posibilidades de  socializar. 

 

 

Quizá me equivoque y sea una falsa impresión, pero creo que se ha perdido la costumbre de conversar con las personas mayores, de solicitarles  su punto de vista sobre las cosas y nuestras   preocupaciones, desechamos sus potenciales consejos y su sabiduría vital. Pocas veces se pide a las abuelas y abuelos que nos cuenten anécdotas de su infancia, recuerdos de su vida. Qué fuentes de conocimientos y saberes damos por agotadas  y cuántas historias que podrían ser noveladas se han perdido en las mentes  de nuestros  mayores. Relatos de recuerdos que quedarán ocultos por no querer, no poder o no saber preguntar. Esta pérdida de contacto  social activo  con las mayores acentúa su soledad.

 

Por eso me reconforta ver muchas mañanas pasear por el Pozo Nuevo  a una señora mayor acompañada de una empleada del Servicio de Ayuda a Domicilio, ambas compartiendo una conversación animada y locuaz, no sé de qué hablan, pero su complicidad es evidente, lo que demuestra un  mutuo respeto por lo que se dicen y se escuchan. Las observo y sonrío con  admiración por todas las mujeres y todos los hombres que dedican su trabajo y formación al cuidado y  bienestar de nuestros  mayores.

 

 

Recuerdo  una de la últimas  escenas de la película “Un tranvía llamado Deseo” del director Elia Kazan basada en la obra homónima del dramaturgo  Tennessee Williams y protagonizada por Marlon Brando, Vivien Leigh,  Kim Hunter y Karl Malden.  El personaje Blanche Du Bois dice dirigiendo su mirada perdida  al doctor que viene a buscarla y la ayuda a incorporarse:  “siempre he dependido de la generosidad de un desconocido” o “siempre he dependido de la amabilidad de un extraño” según   la traducción de la obra. Ninguna otra frase literaria y cinematográfica, a mi parecer, describe de manera más hermosa  y desgarradora    la búsqueda desesperada de compañía para paliar los estragos de  la soledad. Seamos, por tanto, muy generosos con nuestros mayores y evitemos ser unos extraños o desconocidos, seamos cómplices de sus quehaceres, de sus pensamientos y   de sus sentimientos.

 

Personal y familiarmente, dejo en la conciencia de cada cual  la relación  con sus padres, madres,  abuelos y abuelas. Pero socialmente, el cuidado de los mayores exige un compromiso unánime de la comunidad política para garantizar desde lo público residencias, centros de día y el servicio de ayuda a domicilio adecuados  a sus necesidades,  con personal cualificado  y  sueldos dignos;  no es suficiente el papel  supervisor de la administración pública, el concierto  con entidades privadas debilita el servicio, la gestión directa se hace imprescindible.

 

 

Una última reflexión: se van cumpliendo los años, es inevitable, pero cada uno en su interior no toma consciencia de ello, nos vemos y sentimos igual que siempre, tenemos la facultad de engañarnos, de  parar nuestro reloj  interno. Una  sensación falsa  de inmortalidad ajena a la  temporalidad  de la existencia, hasta que la evidencia del deterioro físico  e intelectual nos sobrecoge.

 

Demos a los mayores de hoy el mismo trato de respeto  y dignidad que deseáramos recibir como mayores del mañana. Y cada día falta menos.

 

J.R.H.

 

 

 

 

 

 

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