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Opinión

Efectos corrosivos de la corrupción

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Hubo un tiempo en el que comentaristas y políticos, con buenas dosis de cinismo, sostenían que el abuso de poder no pasaba facturas electorales, pero con una mayor amplitud en el encuadre podemos comprobar su capacidad disolvente.

_Hace poco más de dos años que cayó Mariano Rajoy. Se marchó convencido de que había sido culpa del "talón de Aquiles" del PP, la corrupción, entendida como una especie de fenómeno meteorológico imprevisible que afecta hoy a una formación y mañana a otra. "Es el único instrumento de nuestros adversarios políticos", se quejaba amargamente con cierto reduccionismo al ver aprobada la moción de censura que llevó al socialista Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno. No recordada Rajoy (la amnesia es una patología muy común en los dirigentes partidistas) que en febrero de 2009, cuando estalló el caso Gürtel, compareció ante la prensa con todo el comité ejecutivo del partido y, en presencia, entre otros, de Esperanza Aguirre, Ana Mato, Francisco Camps o Rita Barberá, denunció que se trataba de una conspiración contra el PP.

 

 

Con aquel cierre de filas victimista, no pensaba aquel día de febrero de 2009 que estaba tomando la senda del final de su poder y del desastre de su partido a medio plazo. Porque considerar los escándalos que han afectado al PP en las últimas décadas (Gürtel, Púnica, Bárcenas, Brugal, Taula…) problemas puntuales de corrupción que puede protagonizar cualquier formación política era solo una coartada de poco recorrido. La mochila de corrupción, en expresión muy utilizada por Ciudadanos cuando todavía no había pactado gobiernos con la derecha y la extrema derecha, era en realidad un fardo imposible de sobrellevar. Y el paisaje de destrozos y descalabrados, que se sigue ensanchando aunque Pablo Casado trate de aparentar que en nada atañe a la nueva dirección del partido, resulta escalofriante.

 

Si hace unas semanas la persistente polvareda de la corrupción le dio al PP un respiro con la absolución de los acusados en una pieza del caso Brugal por la contrata de basuras de Orihuela gracias a la anulación de las escuchas policiales (así empezó todo, con la anulación de unas grabaciones a finales de los años 90 del siglo pasado en el denominado caso Naseiro), esta semana se ha producido el registro del domicilio del exconseller valenciano Fernando Castelló en el caso Erial, que tiene al expresidente autonómico y exministro Eduardo Zaplana como protagonista, y se ha conocido un informe de la UDEF de la Policía Nacional que cifra en 2,7 millones de euros lo que una empresa sospechosa de financiar al PP de Valencia en la época de Rita Barberá habría extraído del Ayuntamiento.

 

Este último episodio ha coincidido con la celebración del congreso local del PP de Valencia, en el que la portavoz municipal, María José Català, se ha puesto al frente del partido, dirigido por gestoras desde hace siete años. Y las salpicaduras han llegado también a ese cónclave, ya que el actual secretario del grupo municipal, Cristóbal Grau, está imputado y es sospechoso de haber inyectado irregularmente cerca de medio millón de euros a Trasgos, la empresa en cuestión. Como se ve, la ponzoñosa marea de la corrupción alcanza todavía a un partido que lleva ya un lustro en la oposición en Valencia.

 

A la Casa Real le ocurre algo parecido. Comportamientos sistemáticamente inmorales de una época demasiado larga emergen por las costuras de la capa de protección mediática de la que ha gozado durante mucho tiempo. Si en un principio pensaron sus asesores que se podría sofocar como un penoso episodio la condena de Iñaki Urdangarin, esposo de una hermana del actual rey de España, y que la abdicación de Juan Carlos I en favor de Felipe VI sería un cortafuegos ante las consecuencias de las andanzas del monarca emérito, se equivocaban. La estrategia de la impunidad suele dar malos resultados, incluso para las monarquías.

 

 

Que Juan Carlos I manejaba cuentas en Suiza y decenas de millones de procedencia más que sospechosa, supuestamente regalados a Corinna Larsen, es algo difícil de esconder, como se ha visto. Y los efectos de la corrupción, pese a la inmunidad legal del jefe del Estado o quizá más por ella, erosionan la legitimidad de una institución hereditaria cuya única opción de supervivencia efectiva en democracia es mantener el apoyo de la opinión pública. Las declaraciones del presidente Sánchez en una entrevista con eldiario.es e infoLibre reclamando para el jefe del Estado un aforamiento que excluya las acciones que no tienen que ver con su función pública son un movimiento muy relevante porque rompen la protocolaria discreción sobre la Casa Real y cargan al rey emérito con sus responsabilidades, en un intento de salvar la institución y a su titular actual.

 

 

Hubo un tiempo en el que comentaristas y políticos, con buenas dosis de cinismo, sostenían que la corrupción no pasaba facturas electorales. Pero con una mayor amplitud en el encuadre podemos comprobar su capacidad disolvente, al debilitar la férrea unidad de la derecha española (solo Alberto Núñez Feijóo la mantiene más o menos intacta en Galicia) hasta hacer posible su colapso con el surgimiento de Ciudadanos y la escisión ultra de Vox. Hemos visto cómo destrozaba el socialismo andaluz hasta hacerle perder su feudo más preciado. O cómo transportaba al expresidente de la Generalitat de Catalunya Jordi Pujol de la aclamación a la ignominia. Está por ver hasta dónde llegarán los efectos corrosivos del abuso de poder sobre la monarquía española. Por si acaso, no le recomendaría al rey que pidiera consejo a Rajoy, ni a Casado.

 

Adolf Beltran

 

 

 

 

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