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Opinión

Armas para una carnicería sin fin. Por José Luis Gordillo

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Hemos leído en la prensa que el gobierno español, compuesto por PSOE y Sumar, ha tomado la decisión de donar armas al gobierno de Kiev por valor de 1.100 millones de euros. Es una cantidad notable dado que España hasta ahora sólo había regalado armas a Ucrania por un valor de 300 millones de euros. También ha decidido establecer un acuerdo bilateral de seguridad con dicho país. El presidente Pedro Sánchez, en presencia de Volodímir Zelenski, presidente o dictador en funciones de Ucrania e incondicional defensor de Israel (El País, 23-10-2023), ha afirmado: «apoyaremos a Ucrania todo el tiempo que sea necesario, hasta que se garantice su libertad, su integridad territorial y se respete su soberanía nacional».

Por su parte Felipe VI, ejerciendo como siempre su papel de rey súbdito (rey de España y súbdito del Imperio de las barras y las estrellas) ha añadido: «El apoyo [de España] a Ucrania tiene un objetivo claro: conseguir una paz integral, justa y duradera, para lo cual es esencial la retirada completa, inmediata e incondicional de todas las fuerzas rusas del territorio de Ucrania». Visto cómo va todo en el campo de batalla para el gobierno de Kiev, parece que la cosa va para largo. Con ello, el gobierno de coalición ha decidido echar más leña al fuego de la guerra que se libra en el este de Europa.

El gobierno de PSOE y Sumar ha hecho, sin duda, gestos muy meritorios para con la martirizada población de Gaza. Ha declarado que quiere reconocer al Estado palestino y alguna de sus ministras ha hablado abiertamente de genocidio. Otra cosa son los hechos que han impulsado en relación con la matanza de Gaza, mucho más raquíticos que los gestos. Todavía no incluyen, por ejemplo, el apoyo a la demanda por genocidio de Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia. Esos gestos, por tanto, son poca cosa en comparación con su política respecto a Ucrania. En este caso, como hemos visto, su política es mucho más contundente, con gestos y hechos a favor de una de las partes enfrentadas que nos implican directamente en el conflicto. El gobierno de coalición también ha pedido, es cierto, un alto el fuego en Gaza, pero no en Ucrania. ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Por qué ha preferido apostar claramente por la continuidad de la guerra de Ucrania hasta no se sabe muy bien cuándo?

Del PSOE no nos sorprende nada. Todo lo anterior es muy coherente con su rotundo Sí a la OTAN de hace treinta y ocho años. Pero ¿y Sumar? Su programa para las elecciones europeas dice, en relación con Ucrania, que apuestan por un nuevo esfuerzo diplomático de acuerdo «con los intereses y tiempos de la parte agredida». Defiende las vías diplomáticas para conseguir un alto el fuego y una paz justa, pero también recuerda que Sumar siempre «ha defendido el derecho a la legítima defensa del pueblo ucraniano y el envío de ayuda militar y financiera para hacer posible una negociación equilibrada y la obligación de Europa de apoyarlo frente a la agresión ilegítima e ilegal de Putin». Así pues, la citada donación de armas, más allá de sus protestas por la forma en que se ha tomado la decisión, es también coherente con lo dicho y hecho por Sumar hasta hoy. En esas palabras se reflejan, desde luego, las divisiones, los equilibrios internos y los titubeos de sus dirigentes y militantes. Pero una fuerza política que es incapaz de defender una sola posición en un asunto de tanta trascendencia es una fuerza política inoperante. En lo que sigue, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre el meollo del asunto.

Los belicistas que afirman ser también amantes de la paz están convencidos de que las guerras son como las operaciones quirúrgicas: males necesarios que duran poco y se resuelven mediante un par o tres de acciones (batallas) decisivas. Piensan eso porque han leído muy poca historia. Si lo hubieran hecho, sabrían que son mucho más frecuentes las guerras que se alargan y se alargan hasta que finalmente terminan, muchos años y muchos muertos después, por puro agotamiento de los contendientes. Su final se parece muy poco al deseado inicialmente por las partes enfrentadas. Acostumbra a consistir en un montón de ruinas y cientos de miles o millones de cadáveres, así como innumerables huérfanos, heridos y mutilados. Las hipotéticas ventajas políticas, económicas o territoriales que se querían conseguir con la guerra, no se ven por ninguna parte o parecen ridículas en comparación con la destrucción provocada por la espiral de violencia que se puso en marcha con el recurso a las armas. ¿Se acuerdan de la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra que nos explicaban nuestros profesores del bachillerato? Pues eso.

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En la era nuclear ese problema se ha intensificado y se ha vuelto mucho más peligroso. La guerra es la continuación de una relación política con otros medios, dijo Karl von Clausewitz. En la era de las armas de destrucción masiva, sin embargo, nadie ha podido explicar racionalmente qué tipo de fines políticos se pueden alcanzar provocando el alargamiento indefinido de las guerras e intensificando sus niveles de destrucción. El recurso continuado a los medios bélicos imposibilita o hace muy difícil alcanzar el fin político perseguido. Los conceptos de victoria y derrota se desdibujan, se vuelven terriblemente confusos. Una guerra nuclear sería la culminación histórica de esa tendencia de fondo.

Cuando hago estas reflexiones no estoy pensando en la guerra de Ucrania de la que hablan los gobiernos y los medios de comunicación occidentales (y el programa electoral de Sumar). Esa —dicen ellos— es una guerra únicamente entre Ucrania y Rusia. La OTAN, al parecer, pasaba por allí por casualidad e interviene desde la retaguardia por pura filantropía. Esa guerra sólo tiene un responsable que se llama Putin porque, dicen también esas personas, esa guerra comenzó con la invasión del 24 de febrero de 2022. Es por ello una guerra cortita: sólo hace dos años y cuatro meses que dura. Es también una guerra en la que no hay riesgo de escalada hacia la Tercera Guerra Mundial o, si lo hay, da lo mismo porque su causa es justa y total una guerra nuclear tampoco sería el fin del mundo (sólo morirían unos cientos de millones de personas, poca cosa, peccata minuta). ¡Cuánta simpleza, cuánta superficialidad, cuánta frivolidad!

Esa guerra es una invención de los pregoneros de la Alianza Atlántica. A todos nos debería preocupar mucho más la otra guerra, bastante más complicada en su origen y en su desarrollo. También tiene como principal escenario Ucrania y empezó como una guerra civil, pero con la intervención entre bambalinas de diversas potencias nucleares (EE. UU., Rusia, Francia, Gran Bretaña) que asesoraban, daban armas, informaban, alentaban y prometían el oro y el moro a unos y a otros. A lo mejor, también compraban voluntades con dinero contante y sonante, quién sabe. Los roles de agresores y agredidos se los iban intercambiando en función del momento del que estemos hablando. En definitiva, me estoy refiriendo a la guerra que de verdad se está librando en el este de Europa, que es la guerra por poderes entre la OTAN y Rusia en el territorio de Ucrania que, como ya reconoció Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN (The Washington Post, 9-5-2023), comenzó en 2014, hace ya diez años.

Me estoy refiriendo, por consiguiente, a una guerra larga, larguísima, al menos si se ve con los ojos de las poblaciones directamente afectadas. Y, por lo que parece, infinita, pues ni la OTAN ni Rusia han hecho amago alguno todavía de presentar en el Consejo de Seguridad de la ONU, que es donde hay que hacerlo, una propuesta seria de alto el fuego y negociaciones de paz para acabar con ella. Esa guerra, por suerte, no se ha transformado todavía en la Tercera Guerra Mundial, pero tiene muchos números para provocarla. En estos diez años esa otra guerra ha evolucionado en progresión geométrica. De guerra civil con intervención extranjera entre bastidores, se pasó a una guerra con intervención extranjera directa de una de las potencias nucleares implicadas (Rusia). Y si los dirigentes polacos, estonios, letonios, lituanos, franceses y británicos consiguen convencer al resto de dirigentes de la OTAN de que hay que enviar allí tropas occidentales, lo que vendrá después hará palidecer a todo lo que hemos visto hasta ahora.

Al principio de la Primera Guerra Mundial, entre otros muchos acontecimientos, Alemania invadió Bélgica. Fue, sin lugar a dudas, un crimen de agresión y una violación clara de su soberanía. Lo hizo para poder atacar a Francia. Ésta claramente, a continuación, se defendió de la agresión alemana. Sin embargo, al cabo de dos años, esos hechos eran meras anécdotas en comparación con los niveles de muerte y destrucción provocados por una guerra estancada que consumía miles de vidas inútilmente. La guerra acabó porque la población rusa primero y la alemana después tiraron del freno de emergencia de la revolución para intentar parar la barbarie generalizada. Lo consiguieron. El primer tratado de paz que comenzó a echar el freno fue el de Brest-Litovsk (1918), negociado entre Trotski y el alto mando alemán. Ese tratado dio paso a una paz muy injusta para la población rusa, pero paz al fin y una paz decisiva para poder iniciar el retorno a una vida un poco más civilizada.

[J. L. Gordillo es redactor de mientrastanto y miembro del Centro Delàs de Estudios por la Paz. Fuente: Público]

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